Hermanita Genoveva (Veva), los Tapirapé y el obispo Casaldàliga. José Luís VÁZQUEZ BORAU

VEVA: PARTERA DE UN PUEBLO

En el número de septiembre, en mi sección Desde la mecedora violeta, que ese mes titulé “Personas anónimas”, hablaba de la buena gente, de alguna de la buena gente, que me había encontrado en el camino de la vida. Entre otras, mencionaba a la hermanita de Jesús, Veva. Ese mismo mes, el 24 de septiembre, Veva murió. Leonardo Boff y Juan Arias escribieron sobre ella en sus respectivos blogs. Hoy quiero compartir con las lectoras y lectores de alandar mi encuentro con esta mujer.

Fue en 1994. Entonces coordinaba yo el departamento de comunicación de Manos Unidas y fue el primero de los viajes que, a partir de ese momento, haríamos con periodistas para ver in situ el trabajo de la organización. En ese viaje, además de otros periodistas de distintos medios, nos acompañaban Juan Arías y Bernardo Pérez de El País.

Fue un viaje inolvidable por muchas cosas: por ser el primero que hacíamos con periodistas y que vivíamos como un reto; por conocer y poder compartir con Pedro Casaldáliga y con el equipo de la Prelazia de Sao Felix de Araguaia el trabajo, el buen trabajo, que estaban haciendo; por poder participar en el proyecto que Pau y Circo tenían por todo el Araguaia y que financiaba Manos Unidas; pero, sobre todo, fue inolvidable porque pudimos acceder, gracias a Casaldáliga, a la aldea de los tapirapé y allí nos encontramos con Veva y sus dos compañeras, hermanitas de Jesús.

Mientras los periodistas hacían su trabajo y se repartían por la aldea, yo estuve en la casa de las hermanitas de Jesús, que en nada se diferenciaba del resto del poblado. Una casa hecha de bloques de cemento y con los techos de hoja de palma. Una única estancia, con el suelo de tierra, que hacía las veces de cocina, comedor, salón de estar y habitación. Sus ropas, sus pocas ropas, colgaban de una cuerda en un extremo de la habitación. La casa de las hermanitas de Jesús tenía, además, una pequeña estancia que hacía de capilla. Una sencilla cruz -sin Cristo- y una vasija de barro era toda la ornamentación que había. En el suelo, una estera donde poder sentarse a orar.

Desde el primer momento me llamó poderosamente la atención la figura de la hermana Veva. Era la que más tiempo llevaba allí: más de cuarenta años Cuando llegó, los tapirapé eran poco más de cuarenta, pero poco a poco fueron recobrando su autoestima y fueron creciendo en número y dignidad. Leonardo Boff lo narra en los apuntes que ha escrito al enterarse de su muerte (http://www.servicioskoinonia.org/boff/):

“Las Hermanitas de Foucauld son testimonio de la nueva forma de evangelización, soñada por tantos en América Latina: en vez convertir a las personas, darles la doctrina y construir iglesias, decidieron encarnarse en la cultura de los indígenas y vivir y convivir con ellos. En nuestro tiempo este camino fue vivido por el Hermano Carlos de Foucauld, que, al principio del siglo XX, se fue al desierto de Argelia, entre los musulmanes, no para anunciar, sino para convivir con ellos y acoger la diferencia de su cultura y de su religión. Eso mismo han hecho las Hermanitas de Jesús entre los indios Tapirapé en el noroeste del Mato Grosso, cerca del río Araguaia.

El día 17 de septiembre de 2002 asistí a la celebración de los cincuenta años de su presencia junto a los Tapirapé. Allí estaba la pionera, la Hermanita Genoveva, que en octubre de 1952 comenzó su convivencia con la tribu.

¿Cómo llegaron allí? Las hermanitas supieron a través de los frailes dominicos franceses que misionaban en tierras del Araguaia, que los Tapirapé se estaban extinguiendo. De los 1500 que había antiguamente se habían reducido a 47, a causa de las incursiones de los Kayapó, de las enfermedades de los blancos y de la falta de mujeres. En el espíritu del Hermano Carlos, de ir para convivir y no para convertir, decidieron unirse a la agonía de un pueblo.

A su llegada, la Hermanita Genoveva oyó del cacique Marcos: “Los Tapirapé van a desaparecer. Los blancos van a acabar con nosotros. Tierra vale, caza vale, pez, vale. Sólo el indio no vale nada”. Ellos habían interiorizado que no valían nada y que estaban condenados a desaparecer inexorablemente.

Ellas fueron donde ellos y les pidieron hospitalidad. Comenzaron a vivir con ellos el evangelio de la fraternidad, en el campo, en la lucha por la yuca de cada día, a aprender su lengua y a incentivar todo lo de ellos, religión incluida, en un recorrido solidario y sin retorno. Con el tiempo fueron incorporadas como miembros de la tribu.

La autoestima de ellos creció. Gracias a la mediación de ellas consiguieron que mujeres Karajá se casasen con hombres Tapirapé y se garantizase así la multiplicación del pueblo. De 47, hoy llegan a casi mil. En 50 años ellas no convirtieron ni a un sólo miembro de la tribu. Pero consiguieron mucho más: se hicieron parteras de un pueblo, a la luz de aquel que entendió su misión de “traer vida y vida en abundancia”… ¿No debería seguir por ahí el cristianismo si quisiera tener futuro en un mundo globalizado? ¿el evangelio sin poder y la convivencia tierna y fraterna?”.

Hasta aquí la cita, larga pero explicativa, de Boff. Y esas preguntas fueron las que me rondaron y me rondan en la cabeza desde entonces. ¿No es, acaso, esta vida la que vivió Jesús, una vida de encarnación y de hacerse todo con todas las personas? ¿No es esta la vida que deberíamos vivir y no la religión de la condena, el miedo y la exclusión?

Dice Juan Arias en su blog (http://blogs.elpais.com/vientos-de-brasil/2013/10/solo-les-hablo-de-dios-si-me-lo-preguntan-.html): “He leído que los Tapirapés han querido enterrar a la hermanita Genoveva con sus ritos funerarios y en la misma choza en la que vivía. Con sus cantos y preces rituales. Ella les amó como seres humanos e hijos del mismo Padre. Al despedirla la amaron como a una de ellos, como a la madre que les ayudó a multiplicarse y que les enseñó una sola cosa: que todos debemos amarnos, ayudarnos y respetarnos. No necesitó hablarles de Dios. Hoy puede descansar dichosa. Recuerdo de ella sólo su cara ya madura que había encarnado los rasgos indígenas, su sonrisa franca y recatada al mismo tiempo y, sobre todo, su silencio. Ella hablaba con su vida.

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